Cuando alguien te engaña

Por Tara Blair Ball*

No puedo decir que sabía lo que estaba haciendo.
Era apenas una adolescente persiguiendo a su novio en un baile de escuela. Es que me había enterado de que él iba a ir acompañado, y no lo podía creer. Mi único plan era ir, esperar, verlo con mis propios ojos.
Pagué mi entrada, di una vuelta por el gimnasio decorado y me serví un vaso de ponche. Me quedé cerca de la mesa de tragos, porque desde ahí tenía una buena panorámica.
“¿Querés algo más?”, me preguntó uno chico de atrás de la barra, mientras me mostraba una cajita de cartón con papas fritas.
“No”, le respondí, y volví mi mirada hacia la puerta.
No tengo idea cuánto tiempo pasé ahí, pero el suficiente como para terminarme mi vaso de ponche y para cruzarme de brazos y darme cuenta de que estaba sudando. Me pasé el dorso de la mano por la frente y miré otra vez hacia la puerta.
Ahí estaba él, comprando dos entradas, con una rubia esquelética colgándole del brazo. Después de pagar, la tomó por la cintura.
Salí hecha una tromba en su dirección. Ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar.
Apenas se cruzaron nuestras miradas, le grité “sos un idiota” y le pegué un puño en la mandíbula. Su cabeza giró hacia la derecha y, cuando volvió, alcancé a ver una marca roja en su mejilla. Él apretó los dientes y estaba a punto de decir algo cuando uno de los organizadores me tomó del brazo.
Me echaron. Y además me prohibieron volver a otra fiesta de esa escuela.
Sé que la violencia no resuelve nada, y menos aún en temas del corazón, y sin embargo me sentí reivindicada. Aquella primera vez fue la única que me saqué de encima un tramposo y salí casi ilesa.

En mi último año de la secundaria, salí con el chico que todas querían. Me acuerdo mi sorpresa. Me sentía tan fea al lado de él que casi le agradecía por darme bola.
Después de casi un año juntos, una noche Chris se mostró raro cuando le pregunté dónde dormíamos. Pero como pasábamos juntos todas las noches, insistí.
“Tengo que levantarme temprano”, me dijo.
“Puedo ir para allá”, le dije yo.
“Bueno, eh, ok, si tantas ganas tenés…”
Cuando llegué a su casa, estaba recién duchado.
“¿Me puedo poner una de tus remeras?”, le pregunté.
Asintió con la cabeza mientras prendía la tele del living.
La ropa que tenía antes de ducharse todavía estaba en el piso del baño. Me encantaba ponerme sus remeras, especialmente aquellas que había usado durante el día porque tenían su olor, y yo amaba ese perfume.
Levanté la que estaba en el piso. Si no apesta, me la pongo, pensé. Pero cuando me la llevé a la nariz no olía como él. Tenía un perfume dulce, liviano, a frambuesas… y a algo que no lograba identificar.
“Tu remera huele a chica…”, le dije.
Él se quedó helado. Entonces me cayó la ficha. Tiré la remera al piso y me fui.
Ese debería haber sido el final de la historia: yo lo abandonaba, dueña de mi dignidad y de mi honor, y no volvía a ver a ese hombre que había traicionado todas las promesas que nos habíamos hecho.
Pero el dolor nos ciega. Puede hacernos volver a caer en trampas en las que ya caímos. Porque creemos que esta vez vamos a zafar.
….
Debí haberme mantenido lejos de Chris, pero no lo hice.
Cuando me llamó al día siguiente, lo atendí. Lo escuché llorar, y lo dejé entrar a mi casa y a mi cama mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Sentí que estaba reparando, y pensé que iba a seguir reparando.
Pero a los pocos días, en una de mis clases, identifiqué el mismo perfume que había sentido en la remera de mi novio.
Emanaba de una una chica que yo conocía hace años, y que acababa de pasar al lado mío. Dulce, liviano, frambuesas… y algo que no lograba identificar. Como estudiábamos lo mismo, compartíamos muchas clases, aunque no éramos íntimas. Cuando volvió a su asiento, la vi abrir un frasco de perfume y pasarse la loción por las muñecas y el cuello. Lo sentí. Y supe.
Cuando Chris vino a mi casa esa noche, todavía hecho un corderito, le espeté: “Es Cee, ¿no?”
Otra vez se quedó helado.
“Rajá ya de acá.”
Al día siguiente, en la clase, noté que Cee tenía un chupón en el cuello. Esa misma noche, él vino a casa llorando, y lo dejé entrar otra vez.
Y así siguió durante meses.
Lo echaba cada vez que me enteraba de algo, pero lo volvía a perdonar cada vez. No tenía ganas de lidiar con el dolor de no verlo más, y allí me quedaba, mientras mi dignidad se desvanecía en el aire.

Pero hubo un punto de quiebre. Siempre lo hay.
Una noche me aparecí en su casa vestida apenas con un tapado y unas botas. Era pleno invierno.
Cuando me abrió la puerta, ni me miró y empezó a dar vueltas por el living. Me di cuenta de que estaba raro, pero lo ignoré.
Había caminado hasta su casa, completamente desnuda salvo por el tapado y las botas. Quería redoblar la apuesta, darle todo lo que tenía. Si no funcionaba, me retiraría. Ese era el plan.
“Besame”, le dije.
Me obedeció, y mientras me besaba me saqué las botas y me desprendí el tapado. Cuando me acostó en su cama, sentí ese maldito perfume otra vez.
Cerré los ojos. Hice como que no me importaba. Está conmigo, aunque más no sea ahora, esta noche.
Pero cuando me quedé dormida, soñé que besaba a Cee y que sentía el sabor de él en sus labios.
A la mañana siguiente, supe que era el final. En realidad dejarlo no era perder, porque su amor no era algo que yo debía ganarme. Esto no era un maldito juego. Se trataba de mi vida.
“Me voy”, le dije.
“¿Cuándo volvés?”, me preguntó él.
Quise pegarle. Tener el coraje de juntar toda mi bronca y mi odio y pegárselos en su cara bonita. En vez de eso, le dije: “No creo que vuelva.”
“¿Qué querés decir?”, me preguntó.
“Creo que ya fue.” Escuché mi creo como si todavía no estuviera segura, pero necesitaba darme esa licencia. Estaba dando un pequeño paso hacia mi reconquista. Mejor no aspirar a algo grande.
Él suspiró. “Ojalá que no”, y me tomó por la cintura. Me puse tensa. Me soltó.
No me despedí. Ni siquiera me di vuelta en mi camino a la puerta. La abrí y la cerré a mis espaldas. Tampoco volví la cabeza en todo el camino a mi casa, envuelta como iba en el tapado y las botas. Fue una caminata helada, humillante, pero no me importó. Por adentro sentía que me tenía a mí misma otra vez.
Aquella fue la última vez que me engañaron. Tiempo después empecé a hacer análisis para enfrentarme a mis heridas y sanarlas. Todavía las tengo, pero apenas son como souvenirs que me recuerdan que valgo más de lo que yo misma creía.

(*) Tara es Coach de Relaciones y escritora.

Nota original en inglés:
https://psiloveyou.xyz/i-loved-men-who-cheated-on-me-and-ruined-me-bf4e4e56b1cb


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