A menudo, en nuestra vida amorosa, procedemos a partir del concepto -inconscientemente importado de la justicia y de de las tradiciones de debate de la escuela- de que el objetivo de una discusión es “ganar”. Pero esto es, justamente, desconocer la esencia de una relación. No se trata de derrotar a un oponente (no hay un premio por “ganar” salvo la soledad autoprovocada) sino de dilucidar las diferencias en pos de lograr mayor cercanía y comprensión.
Hay una clase de pelea que surge cuando uno de los miembros de la pareja tiene determinada opinión sobre los problemas del otro. Con tono entre severo y alegre, el otro podría decirnos cosas como: “Estás tomando mucho”, “Monopolizaste la conversación en la fiesta”, “Siempre estás mandándote la parte”, “No te hacés cargo”, “Pasás mucho tiempo online” o “Nunca hacés ejercicio”. No es que estén mal estas observaciones, pero eso es justamente lo que las vuelve peligrosas. La crítica tal vez sea correcta, pero no hay nada para ganar porque no hay premios en el amor para el correcto discernimiento de los defectos del otro. De hecho, paradójicamente, atacar a nuestra pareja reduce las chances de alcanzar el verdadero objetivo: la evolución de la persona con la que vivimos.
Cuando estamos del lado del que recibe una crítica, lo que nos hace enfurecer y negarlo todo no es generalmente la acusación en sí misma (conocemos de sobra nuestros defectos), sino la atmósfera circunante. Sabemos que el otro tiene razón, pero no somos capaces de tolerar una crítica planteada con tal severidad. Empezamos a negar todo porque tenemos pánico. Porque la luz de la verdad es enceguecedora. El miedo es que, si admitimos nuestros errores, seremos aplastados, quedaremos en evidencia, y tendremos que arrancar el arduo camino del cambio sin siquiera contar con la simpatía o el afecto del otro. Es por eso que insistiremos que sí hacemos ejercicio, que venimos trabajando muy duro y que jamás perdemos tiempo en boludeces cuando estamos online.
Nos sentimos tan llenos de culpa y vergüenza de antemano que el reto de la persona amada se vuelve intolerable. Es que ya existe una fragilidad preexistente en nuestra mente como para encima admitir otra mirada reprobatoria.
Platón esbozó la idea de la “mentira noble”. Si una persona que está fuera de sus cabales se acerca a nosotros y nos pregunta “¿dónde está el hacha?”, estamos autorizados a mentirle y decirle que no sabemos, porque entendemos que si le decimos la verdad hay altas chances de que use el hacha para lastimarnos. Esto es: podemos mentir si nuestra vida está en peligro. En una pareja, no es que el otro esté literalmente buscando un hacha cuando nos hace una pregunta inquisidora, pero psicológicamente así lo sentimos, por eso preferimos decir que no entendemos a qué se refiere.
Puede sonar injusto pedirle al otro que tenga en cuenta nuestros miedos. Pero si de verdad quieren cuidar la relación, se debe dejar en claro que la verdad (si es que se reconoce) no será jamás usada como un arma.
Lo que es de verdad triste es con qué facilidad nosotros (los acusados) podríamos -si las circunstancias fueran favorables- contarlo todo. De hecho, nos encantaría poder desahogarnos con el otro y admitir lo rotos y heridos que estamos.
Las personas no cambian porque se les echa en cara lo mal que están; lo hacen cuando se sienten lo suficientemente apoyados como para encarar ese cambio que (casi siempre) saben que es necesario. En una relación no alcanza con tener razón; debemos ser generosos con las demostraciones de amor para que nuestra pareja pueda admitir por sí misma cuando está equivocado/a.
🙏🏻 Gracias Escuela de la vida de UK.