Por The School of Life.
El sexo es, ante todo, un momento de gran honestidad. En general, vamos por la vida jugando a las escondidas, simulando un poco, preservándonos, cediendo. Incapaces de develar el grueso de nuestros anhelos o deseos, andamos temerosos, cuidándonos de no provocar tremendas ofensas a los demás o de que nos consideren feos, sucios o malos.
Hasta que finalmente, en la cama, con esa persona que de verdad nos gusta y a la que de verdad le gustamos, podemos bajar la guardia. Ya no hay por qué actuar. Se trata del encuentro más íntimo y privado. Ahora podemos hacer aquello que hace rato teníamos guardado en un rinconcito de la mente: tal vez ser totalmente sumisos, o explorar nuestro costado más bizarro y riguroso; travestirnos, o soltar una retahíla de frases obscenas y palabras tabú y pedirle a nuestro partenaire que las repita des-pa-cio. Aquello en lo que uno quiere sincerarse varía en cada caso; el ideal es llegar a ese lugar que se siente especial y que las convenciones condenan.
Una persona melancólica se acerca a la honestidad del sexo desde un ángulo muy particular. Tal vez no le interesan los cueros ni las cadenas, los tacos o las bombachas con plumas. Tal vez se calientan con algo mucho más peculiar: las lágrimas.
Para un melancólico, el facto más contundente es que la vida es un valle de lágrimas, pero mejor no decirlo. Un melancólico no puede expresar naturalmente el nivel de estrés que sintió en la infancia, las desilusiones de la adolescencia, el miedo y el agotamiento de su vida profesional, las broncas y frustraciones de sus relaciones, los problemas familiares, el terror existencial que lo invade a la noche, el malestar perpetuo… Este tipo de personalidad carga, ahí en el fondo, con un saco pesado de pena y cansancio. En general, la caretean. Son muy buenos sonriendo; son grandes aduladores. Pero eso no les quita la tristeza. Que cuelga un centímetro por debajo de su piel y busca -en general a través de una canción o una foto- una vía de escape.
Y ahora, en la cama con un alma sensible, a esa persona que no es bella por cómo se ve sino por cómo digiere el dolor, lo que se le vuelve urgente no es el látigo o la orden, no es tirar del pelo o gritar, sino llorar. Llorar por lo difícil que es, por las décadas de aguantarlo todo, por todas las lágrimas que se tuvo que tragar. Uno está haciendo el amor y al mismo tiempo está llorando porque hasta ahora nadie le había dado ese espacio. Y porque, por un momento, todo aquel peso cesa. Idealmente, el partenaire está haciendo lo mismo. Ambos llevaron sus penas a la cama y ambos está intercambiando el más generoso de los regalos: una respuesta honesta a lo difícil que es la vida. Acá no hay miedo a ser vulnerable. La desnudez del cuerpo es un reflejo de la de alma. Están siendo más honestos que nunca y este es su encuentro más erótico.
El erotismo es clave. Porque el llanto no es solamente tierno, es excitante: lo que nos calienta en general involucra una emoción que respetamos pero que a menudo reprimimos en el día a día. Las lágrimas nos encienden porque son un símbolo de la honestidad perdida.
También hay personas muy amorosas y optimistas, que son amantes excepcionalmente interesantes. Pero un amante melanco siempre tendrá la ventaja de poder combinar el goce con el dolor.
Tal vez sea por la mala prensa que tienen los melancólicos que el sexo-triste no se volvió tendencia todavía. Pero a medida que sale a la luz todo el espectro de las emociones, tal vez muchos de nosotros estemos ante las puertas del éxtasis que nos produce encontrarnos, a media luz, con quien podemos dar rienda suelta a nuestro más eufórico dolor.