Es más de lo que se cree.
Si le oculto la verdad a una persona con el solo efecto de no hacerla sentir mal, ¿acaso puede estar mal mentir? The New York Times tiene una sección llamada The Ethicist, que dirigió durante años el escritor y humorista Randy Cohen. En esa sección, un lector proponía un dilema ético de cualquier tipo (desde ¿tengo que aclararle a mi madre con Alzheimer que no soy mi hermana? hasta encontré 1000 pesos en el taxi, ¿está bien que me los quede y no le diga nada al taxista?) y Cohen le ayudaba a encontrar una respuesta, que no siempre coincidía con lo que uno creía que era lo correcto pero era tremendamente lógica. The Ethicist todavía se publica, pero el formato cambió: ya no es más pregunta-respuesta sino un debate entre varios. Y ya no la dirige Cohen.
Un día una lectora le preguntó: “Tengo 36 años pero parezco de 30. Uso sitios de citas y los hombres suelen filtrar a las mujeres que tienen más de 35. Estoy considerando poner que tengo 34 años para que los hombres entren a mi perfil, y después enseguida les diría mi edad verdadera, así no engaño a nadie. ¿Está bien que por un breve momento -y ni siquiera por muchos años- le mienta al sistema para liberarme de un filtro arbitrario?”
Esta fue la respuesta de Cohen: “Si reformulamos tu pregunta en su forma más cristalina -¿puedo mentir si es por poco tiempo?- entonces no, no suena tan bien. Pero la ética demanda considerar el contexto y, considerando el que vos planteás, esta mentira parece benigna. Paradójicamente, en este caso parece que solo mintiendo podés acceder a mostrar tu verdadero perfil, ¿no? Las personas que usan sitios de citas filtran por edad, al menos al principio. Tu estrategia le hace un ole a este filtro para poder presentarte a alguien que, si llegara a conocerte, podría querer saber más de vos. Lo peor que puede pasar es que ese alguien se sienta desilusionado por tu mentira. Por tu mentirita. La compensación: la chance de conocer a alguien con quien podría pasarla bien. Esta decisión es incorrecta en casi todos los otros aspectos de la vida, pero en este caso es más una falta de conducta que un delito. Yo trazaría una línea en el hecho de que los candidatos vayan a la cita sabiendo tu edad real, así que te sugeriría que lo resuelvas online, antes de acordar el encuentro. Por otro lado, se sabe que los hombres mienten su altura con la esperanza de que si la chica los conoce en persona va a olvidarse de que es bajo. Y pelado… Bueno, tal vez.”
Menú de opciones
Hay mentiras importantes, mentiras correctivas, mentiras piadosas… la verdad es que todos mentimos de vez en cuando. Como dice Pamela Meyer en su libro Liespotting, hasta los animales recurren al engaño: pájaros que fingen caerse del nido y simulan haberse roto un ala para zafar del animal que estaba por darles caza, predadores que se camuflan en la selva, etc.
“En los tiempos en los que hablar cara-a-cara era la única forma de comunicarse, teníamos a mano decenas de pistas sutiles -el lenguaje corporal, el tono de voz, la expresión- para dudar de la veracidad de lo que nuestro interlocutor nos estaba diciendo. Pero a medida que se fue perfeccionando la comunicación a distancia, la tecnología arrasó con nuestra capacidad de detectar esas señales. El teléfono, por ejemplo, nos permitió hablar a distancia pero nos quitó la posibilidad de escudriñar al otro durante la conversación. Todo lo que quedan son las palabras. Hasta el tono en el que son pronunciadas pueden verse afectadas por la calidad de la señal del teléfono”, dice Meyer.
El libro refiere un par de estudios que dicen que la mayoría de nosotros sufre o padece casi 200 mentiras por día, lo que equivale a doce mentiras por hora, no teniendo en cuenta las ocho horas de descanso.
Lo más común, como dijimos al comienzo de esta nota, es mentir para no ofender los sentimientos de otro. Pero también es muy frecuente mentirnos, para que la realidad no ofenda los propios, o para adaptar la idea de lo que queremos con lo que nos sale, para achicar un poco esa grieta.
Mentir como hábito
Pero, ¿qué pasa cuando mentir se convierte en un hábito? Por muy intrascendentes que sean las mentiras, ¿cómo se puede construir un vínculo con una persona que está falseando una verdad que, por otro lado, vos conocés? ¿Cómo se arma ahí una relación de confianza?
Las mentiras piadosas (white lies, se las llama en inglés) son hasta simpáticas. Son esas pequeñas notas de entusiasmo que exageran una historia pero, si las sacás, no alteran la sustancia. Se suelen usar para aumentar o reducir la importancia de un evento.
El mentiroso compulsivo ya es otra cosa. No hay consenso médico para decir que la mentira compulsiva es un trastorno en sí mismo, pero en general se asocia a otras condiciones psíquicas que pueden estar relacionadas con esconder un trauma. La definición más acabada de la mentira patológica la dio el psiquiatra Charles Dike: “La mentira compulsiva es una larga sucesión de mentiras frecuentes que se dicen sin ningún motivo psicológico aparente o posible beneficio. Mientras que las mentiras más comunes se orientan a un objetivo, las compulsivas (o patólogicas) no parecen perseguir ninguno en especial.” Como norma general, es prudente cuidarse de un mentiroso compulsivo, aunque esta clase de mentiroso puede mostrarse dispuesto a confesar si se le provee un espacio seguro.
Y, finalmente, está la mentira que se asocia a una personalidad narcisista con perfiles psicopáticos. Parte de una fuente más complicada pero es funcional a la manera de envolver propia del psicópata. No es fácil lidiar con este tipo de personalidad ni lo es zafar de quedar enredado en sus mentiras.
¿Se puede ayudar a un mentiroso?
El problema es cuando alguien nos miente, porque se hace notorio que (una vez descubierta la verdad) aquello que pretendía protegernos del dolor nos inflige uno doble. Y esto nos da derecho para ponerlo en evidencia, o incluso enojarnos.
Para que un mentiroso pueda reconocer que su mentira lastima primero, como en todo, tiene que aceptar que miente, y hacerse responsable. Esto es un paso difícil para el mentiroso, que justamente falsea la verdad para caerle en gracia a las personas. Reconocer que miente es el camino directo al rechazo. Pero es el paso necesario para poder hacer algo al respecto.
El siguiente paso es conseguir un analista, para trabajar con él/ella las raíces de esa conducta transformadora y omnipotente. Claro que tiene que existir en el mentiroso la voluntad verdadera de cambiar, y asegurarse que no está mintiendo cuando dice que dio con el analista que lo va a ayudar a cambiar.
A los que les toca acompañar a un mentiroso en tratamiento, se recomienda no ser demasiado incisivos con la terapia ni esperar (y pedir, y preguntar) resultados evidentes inmediatos. Trasladar la mentira al ámbito del consultorio ya es un paso enorme, aunque los resultados fuera de esas cuatro paredes tarden en verse.
No quedan muchas más opciones. Elegir no blanquear el problema solo va a armar una bola de nieve más y más grande, una bola que en su paso va a arrasar con todos los pactos, los más esenciales y los más bobos: desde la fidelidad (por poner un ejemplo típicamente en cuestión) hasta “mamá cayó de sorpresa”, cuando en realidad vos la habías invitado.
Muchas personas creen que la mentira protege su intimidad, que tienen que recurrir a no decir la verdad porque la otra persona está preguntando cosas que no le competen. Si los pactos son claros, respetan las libertades, porque son voluntarios. Aunque si empieza a pasar que uno se encuentra en situaciones donde prefiere mentir, tal vez haya que revisarlos. Los pactos pueden cambiarse más fácilmente que las personas.