Había una vez una actriz norteamericana que se llamaba Meghan. Tenía el pelo caoba y dientes blancos como la nieve. Meghan se enamoró de Harry, el príncipe pelirrojo de la casa de Windsor, una monarquía que tiene más de un siglo, muchas colonias, dos grandes guerras, una abdicación y sobradas pruebas de lo falible que es el poder de los hombres.
Meghan y Harry se casaron en el castillo y tuvieron su primer hijo, Archie, al poco tiempo. Pero no comieron perdices. Porque los finales felices son para los cuentos.
Acostumbrada a los flashes como estaba por sus papeles en la ficción, a Meghan no le gustó tanto cuando las cámaras vinieron a robarle escenas de su vida real. O, peor aún, a dejar en evidencia que su humanidad no tiene lugar en la realeza, que ese no era el momento de girar la cabeza en el balcón, o que no se suponía que tenía que reír o cruzar las piernas de esa forma. Que lo que hay que actuar cuando sos princesa es el stiff upper lip (moderada expresión de las emociones) y ella lo probó, pero no le sale.
Entonces Meghan pensó en su familia, pensó en Harry, que perdió a su madre en una persecución de paparazzis, pensó en el peso de la historia y, como una princesa de carne y hueso que llega en un caballo blanco alado, besó a su príncipe durmiente en la frente y lo rescató. Se rescataron juntos, en realidad, porque Harry es más él mismo cuando es rebelde que cuando lleva charreteras, y porque nadie puede sacarse de la cabeza aquella foto en la que se ríe a carcajadas con su madre.
Meghan y Harry decidieron renunciar a la Casa Real para intentar una vida normal, más privada -como la que tenemos casi todos- entre Londres y Canadá. El tiempo dirá qué clase de karma se compraron con esta decisión. Si les caerá como un yugo la disputa eterna de la Guerra de las Rosas o el alivio de romper con el hechizo, una reencarnación más liviana. Mientras tanto, ella carga a su hijo en una mochila y encarna el modelo de mujer en alza: Michelles que son las heroínas de Obamas obnubilados, Julianas que preparan tartas de cerezas para Macris postmandato, mujeres refugio, el atardecer cálido, la pausa.
La clase de final feliz al que aspiramos casi todos.