O se hace juntos, o se hace mal.
Hay una cosa en el discurso de la azafata antes de que despegue el avión que a todo padre seguramente le produce sensaciones encontradas. Aquello de que, si llega a pasar que se despresuriza la cabina y caen las máscaras de oxígeno como resortes de salvación, primero tengo que respirar yo y recién después ayudar a respirar a mi hijo. Raro, pero es verdad que hay mucho en la paternidad que puede leerse en esa línea: si es bueno para mí, va a ser bueno para mis hijos.
Lisa Smith es una madre de Arizona, autora del libro The Angry Parent y coach parental. “Crecí en una casa llena de gritos. Había mucho enojo en esa casa. Después tuve a mi hijo a los treinta y pico y, cuando el tenía dos o tres, cuando se empieza a poner complicado, noté que todo el tiempo me enojaba con él y eso me frustraba mucho, porque yo me había jurado que no le iba a gritar a mis hijos. Con el tiempo aprendí que, cuando estamos en ese rol padre-hijo como niños, seguimos los modelos de conducta de nuestros padres. Y, cuando volvemos a entrar en el rol padre-hijo como adultos, en momentos de estrés vamos a volver al camino de la infancia, a lo que aprendimos viéndolos a ellos. Para empezar, esto me ayudó a no sentirme demasiado culpable. Después, se trata de volver a ese lugar y tratar de curar ese patrón para hacerlo distinto esta vez. Yo lo logré: soy mi mejor cliente. Si le grito a mi hijo de 14 ahora, siempre es por un tema de seguridad: porque está por cruzar la calle con el semáforo en verde, por ejemplo.”
Necesidades insatisfechas
Hubo un día D. El día que Lisa se dio cuenta que algo tenía que cambiar para siempre fue una vez que discutió con su hijo por la tarea. Ella se puso a gritarle, y él le contestó con gritos, y ella empezó a gritarle más fuerte porque él le estaba gritando, y todo terminó con ella encerrándose en su cuarto de un portazo y entregándose al llanto porque se acababa de dar cuenta de que su hijo había aprendido a gritar viéndola a ella.
“Yo le había enseñado a expresar de esa forma su enojo. Y me sentí tan mal que me juré que iba a cambiar, pero esta vez tenía que ser algo radical, no como la promesa que me hacía (todas las mañanas) de no volver a gritarle. Así fue que empecé a investigar y encontré que había algo que se llamaba métodos parentales no-dominantes. No pretendía convertirme en una madre hippie que deja que su hijo se ponga sus propias reglas, quería dejar de SENTIRME TAN ENOJADA TODO EL TIEMPO y poder disfrutar de estar con mi hijo.”
Para ayudarse, Lisa diseñó lo que llama “el modelo del volcán”. En la base del volcán están las necesidades insatisfechas y el enojo es la lava que empuja y empuja hasta que un día sale y es un peligro para todos. “Yo creo que la solución es ir a la base del volcán y buscar las necesidades insatisfechas de mi hijo o las mías. Si solucionamos eso, el enojo se autoregula. Por ejemplo, hoy mi hijo perdió el micro que lo lleva al colegio porque se levantó tarde. Consecuencia: tuve que llevarlo yo, lo que me puso de mal humor. En el viaje al colegio me di cuenta de que lo que pasaba es que yo entreno tres veces por semana bien temprano y que si lo llevaba al colegio no iba a tener tiempo para entrenar. Esa es mi necesidad insatisfecha. Cuando volvió del colegio le dije que trate de no perderse el bus los lunes, miércoles o viernes.”
Tres consejos de Lisa
- CONECTAR CON LAS EMOCIONES. Se trata de registrar el disparador que puede estar poniendo en evidencia una necesidad insatisfecha y abordarlo antes de que la lava desborde. Entender que si me siento enojado, esos son mis sentimientos y no los de mi hijo, y no tendría por qué imponérselos. Sentir los sentimientos, no solamente tenerlos.
- GET CURIOUS NOT FURIOUS. Ahora, conectar con las emociones de mi hijo, que no son las mismas que las mías. Para hacerlo, tengo que escucharlo. Todos queremos que nos escuchen, pero a veces la furia hace tanto ruido que ensordece las palabras del otro. Lisa pone el ejemplo de la XBox: “Yo le propuse a mi hijo limitar el uso de la Xbox a dos horas por día. Y el siempre se queja cuando se cumple el plazo, y me dice que sus amigos la usan mucho más tiempo, etc, etc. Yo puedo elegir desoírlo por completo, y argumentar que tenemos una regla. O puedo darle un espacio para que él exprese su enojo, escucharlo cinco minutos. A veces es solo enojo, pero a veces hay que repensar la regla.” Es vox populi que los chicos necesitan límites, porque les recorta un poco el mundo. Y esa es una tarea de los padres. Pero es muy importante no ser arbitrario con los límites: ayer te dije que no pero, bueno, hoy te digo que sí… Porque la confianza también se construye con límites.
- ACORDAR LA PAZ. Lisa Smith habla de tres modelos parentales: la paternidad dominante, cuando los padres usan su poder para actuar sobre sus hijos (“en esta casa se hace así porque lo digo yo”); la paternidad permisiva, cuando permiten que sean los chicos los que avancen con su poder, y la paternidad pacífica (peaceful parenting), que es el que ella propone. “Se trata de diseñar los límites junto a tu hijo, y de definir en cada caso lo que es importante para esa familia, sin comparar. Y para eso hay que hablar.”
Nota para padres de adolescentes monosilábicos: a veces la fórmula para entablar un diálogo con un adolescente es ir por el costado, entrar en el tema a través de otras cosas, o citando ejemplos de otras personas (reales o fabricadas). Encarar a un hijo adolescente de manera directa (“hablemos de esto ahora”) es casi una garantía de que nos va a rechazar o contestar con el eje sí/no/bien/meh.
Suficientemente buena
El pediatra y psicoanalista inglés Donald Winnicott acuñó la expresión “una madre suficientemente buena” (vale para quien esté a cargo). Técnicamente, hace referencia a dos momentos de la maternidad: cuando el bebé es muy bebé, que la madre tiene que dedicarse a él por completo para su supervivencia, y cuando el bebé empieza a crecer, y la madre tiene que empezar a apartarse de él gradualmente, dejarlo experimentar ciertas dosis de frustración para que pueda desarrollar una relación con el mundo fuera de ella.
No hay un padre perfecto. No debe haberlo. Un padre perfecto, ese que se leyó todos los manuales de cómo se hace, a veces puede volverse una carga porque una cosa es el libro y otra la realidad.
En una entrevista que le hizo Sabrina Díaz Virzi a Luciano Lutereau para el diario Clarín, el psicoanalista cuenta una anécdota muy divertida: “Hace unos años, yo salía de presentar un libro en la Feria de Buenos Aires, estaba con mi hijo y, como llovía, además de luchar con el paraguas lidiaba con que él se pusiera un abrigo. Tenía la mochila en una mano, con la otra trataba de que me hijo me hiciera caso, en fin, una escena penosa y, de repente, veo que una mujer me mira desde la vidriera de un bar. Con mirada reprobatoria, pero lo más gracioso es que sobre la mesa tiene un ejemplar de mi libro. Entonces no pude evitar la tentación de decirle: “En los libros todo es más fácil”. Ella se rió conmigo. Con esta anécdota empecé a escribir Más crianza, menos terapia, para contar que no hay padres perfectos, ni buenos modelos de parentalidad, sino que a todos nos cuesta criar niños en la vida cotidiana y que lo hacemos más allá de los ideales con los que todo el tiempo nos sentimos en falta. Entonces, ¡tenemos que amigarnos con la falta! Hacer de tripas corazón, porque no se trata de ser los mejores padres, sino simplemente los padres de nuestros hijos, con nuestras vacilaciones, angustias, temores y demás. Te lo digo yo, que supuestamente había estudiado un montón sobre niños y, cuando recibí a mi hijo, me di cuenta de que lo que sabía no servía para nada.”
“Ser padre es, a veces, no saber qué hacer”, dice Lutereau.