La moderación

Hay un sano camino medio.

“Te amo, te odio, dame más”, canta el hiperbólico Charly García en Peperina. Y no se refiere a los vaivenes tormentosos del corazón. Como lo conocemos, sabemos que está hablando de vivir con la adrenalina a fondo. Lo que históricamente se asociaba con cierto nivel de genialidad y osadía, como las de Charly, ahora parece que es ley para todos los mortales.
Soltar, o vivir a full. Hacer una detox para curarse del empacho. Pasar de no mover un dedo a entrenar nivel maratón. Meditar pero andar a los gritos. Tener la casa atiborrada de cosas fuera de lugar o aplicarle una depuración nivel Marie Kondo.

¿En dónde quedó la opción ordenar un poco, y ya? ¿No existe más, acaso, comer con moderación? ¿O hacer ejercicio sin caer en vigorexia?
Dicen que la culpa de todo la tiene la tecnología, que nos tiene adictos a un lenguaje exaltado, donde todo tiene que verse más bello de lo que es, o revelar más emoción de la que de verdad nos provoca.

¿Será que el hecho de haber perdido el cara a cara nos obliga a subirle el volumen a todo lo que decimos o hacemos? ¿A manipular el mensaje, porque se perdieron los matices? ¿O lo que pasa es que estamos buscando siempre una motivación, porque vivimos en la era del exceso? ¿Por qué nadie se muestra aburrido en redes? ¿Por qué ya nadie dice no sé?

De ayer a hoy
En el siglo IV a.C., Aristóteles, el filósofo griego, hablaba de la dorada medianía (aurea mediocritas) como el lugar donde residía la virtud, “el término medio entre dos vicios”. ¿Y cómo podemos hacer para alcanzarla?, le preguntaban sus discípulos. “Desarrollando el carácter”, contestaba el filósofo.

Decir “mediocridad” hoy es casi una mala palabra, pero en la antigüedad era el bien supremo. Significaba conformarse (otra mala palabra) con lo que uno tiene, sin entregarse a emociones desmesuradas.

Así exaltaba Horacio las virtudes del hombre moderado:
El que se contenta con su dorada medianía
no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona,
ni habita palacios fastuosos
que provoquen a la envidia.

Pero hoy es otro el cuento. En su libro We Have Met the Enemy: Self-Control in an Age of Excess, Daniel Akst dice: “El auto control perdió su histórica dignidad. Y hay algunas razones que lo explican: en algún momento del pasado, se trataba de suprimir los impulsos (abrazar a nuestros hijos estaba censurado, por ejemplo, o se creía que masturbarse era causal de ceguera y de locura). En una reunión de obesos a la que asistí hace poco, me llamó la atención que nadie hablara de glotonería. Y lo mismo pasa con otros problemas que antes se consideraban desviaciones de carácter, como las drogas o la adicción a los juegos electrónicos… Ahora están medicalizados, lo que de alguna manera nos absuelve de nuestra responsabilidad y arrasa con el poder que tenemos sobre el abanico de nuestras acciones humanas.”

“Es difícil controlarse en un mundo que lo único que hace es apelar constantemente a nuestros deseos, aunque no sepamos bien cuáles son o aunque no siempre queramos sucumbir a ellos. El auto control plantea siempre la misma cuestión: ¿por qué motivo, si nadie me está apuntando un arma a la cabeza y si lo que quiero no rompe las leyes de la física, por qué no habría de ir detrás de lo que deseo tan automáticamente como cuando doy un paso? Y esta es una pregunta especialmente importante hoy en día, cuando todo lo que nos rodea nos invita al exceso.”

El principio Ricitos de Oro
En el cuento infantil, Ricitos de Oro probaba tres bowls de avena con leche diferente: uno estaba caliente, el otro frío y el del medio estaba tibio. De los tres, la protagonista prefería el tibio. Este principio, que se usa en muchas disciplinas, desde las más duras a las más creativas, establece que lo preferible es lo que se encuentra dentro de ciertos márgenes y lejos de los extremos.

“Si tu trabajo te aburre, no vas a encontrar motivación. En el otro extremo, si estás sobrepasado de tareas o atravesando una crisis nerviosa, tu cerebro va a estresarse. Perdés la capacidad de planear o de aprender y, con el tiempo, tus sistemas inmunológico y nervioso pueden verse comprometidos. Pero cuando estás activamente involucrado en un proyecto -un poquito nervioso, un poquito animado- estás en el lugar del medio. En sus niveles óptimos, la adrenalina y la cortisona mejoran la concentración y el desempeño: estas hormonas protegen el cuerpo, pero, en exceso, pueden dañarlo. Cuando estás bien estimulado, fluís, y todo se siente muy bien”, explica Carlin Flora en una nota titulada Moderation is the key to life, que publicó Psychology Today.

“Y, sin embargo, nuestra cultura valora los extremos. Nunca se es lo suficientemente rico o lo suficientemente flaco, insiste el mensaje. Ya no se puede ver un show de TV, ahora hay que darse una sobredosis encadenada de series, aún sacrificando horas de sueño y otras necesidades básicas. Por un lado, están los que se jactan de tragarse una hamburguesa enorme en nombre del disfrute, mientras en el otro rincón están los que se alarman por una cucharada de azúcar o un gramo de gluten. Lo que le pasa a cualquiera tiene que ser lo más… o lo menos.”

Es parecido a ser cool
“Una persona cool es una persona estoica, emocionalmente en control, nunca demasiado deseosa o necesitada, misteriosa y distante. La persona cool es naturalmente competente en algo, pero no necesita que nadie la aplauda para darse valor. Eso se debe a que la persona cool encontró su manera, única y auténtica, de vivir y lo hace con una intensidad calma”, escribe David Brooks para The New York Times.

“Ser cool no es solamente un estilo”, sigue, “es toda una filosofía que surge de una circunstancia generacional específica. Ser cool fue la primera forma de resistencia, un rechazo a la inocencia, el optimismo y la alegría consumista que se instalaron después de la guerra. La gran diferencia es tecnológica. Antes, los fans de Miles Davis lo veían de lejos. Era alguien misterioso y respetable. Hoy, debido a las redes sociales, todo el mundo está cerca y presente las 24 horas del día, todo es familiar.”

“Hemos evolucionado hacia una manera de ver las cosas en blanco y negro, en vez de en toda la gama de los grises. Si tenés que tomar una decisión que involucra a otro, los absolutos ayudan. Aún en situaciones no tan comprometidas, puede ser útil encajonar a las personas. Es mucho más fácil decir: mi ex es un narcisista horrible en vez de decir: sí, mi ex tiene algunas de las características típicas del narcisista, pero yo también tuve algo que ver en el hecho de que nos separáramos. Las declaraciones matizadas son agotadoras para la mente. Los rótulos extremos son mucho más fáciles y rápidos de aplicar”, escribe Carlin Flora en Psychology Today.

Lo opuesto de cool no es lo extremo. Hay algo en el medio, que es poder expresar el deseo sin tener que llevar el amperímetro a mil para sentir que solo así lo estamos haciendo realidad.

Como decía Aristóteles, la moderación se trabaja. Para empezar, hay que restaurar cierto balance básico, y el teléfono, con sus exageraciones permanentes, no nos hace ningún favor. Después, hay que elegir lo simple, el plato del medio, ni todo ni nada. Calibrar. Puede ser más trabajoso, pero compensa (en todos los sentidos de la palabra). El premio es la armonía.