Mi viejo

Tres formas (o infinitas) de ser padre.

“Aunque la función paterna haya perdido peso debido a las transformaciones sociales, su sello sigue siendo insustituible. Lacan hablaba de la función del padre como la carretera principal, el norte de la organización psíquica del sujeto. Su función es poner un límite, con la herramienta de la escucha y el amor, a la relación materno-filial, para facilitarle al hijo su paso a la luz de la cultura y sacarlo del confort materno. Porque madre y padre son dimensiones diferentes de relaciones y posibilidades para los hijos”, dicen las psicoanalistas Cecilia Carlevaro y Graciela Camjayi, Coordinadoras del Centro Asistencial de la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino*.
Pero, ¿qué es ser un buen padre?
“La paternidad no es una tarea sencilla para nadie. En nuestros consultorios abundan los contra-ejemplos: son comunes las dificultades que presentan muchos papás para dejar de mostrarse y hablar como hombres frente a sus hijos, ceder su narcisismo, pacificar las relaciones familiares, brindar herramientas para la vida. Pero también están aquellos padres que lo intentan a pesar de los errores y las fallas, que acompañan a sus hijos con defectos y virtudes, que pueden aliviar el dolor de la existencia. Como aquel padre que describe el escritor Cormac McCarthy en The Road: un padre que, ante un mundo devastado y frente al costo de su propia muerte, le propicia a su hijo un futuro, un mañana. Gracias a ese padre, un mundo exterior es posible aún en medio de la aridez de la especie humana, porque protegió a su hijo, escuchó sus sueños por las noches, los asoció con los sueños de él y logró cumplir su función. Pero hay muchas personas que no contaron con un padre de libro. Para ellas, todavía queda la posibilidad de pensar esa identificación nodal para la vida en una terapia, y así potenciar el existir conforme a lo que vinimos a pensar y hacer en este mundo, con esos padres que tuvimos, que aunque no son culpables de todo, sí son responsables de la respuesta que dieron a la paternidad frente a la exigencia que implica traer a la vida a sus hijos. Pensar en cómo ejercer paternidades más saludables sí es posible”, dicen Cecilia Carlevaro y Graciela Camjayi.
Hay muchas formas de ser padre. En TheG elegimos tres testimonios, que copiamos a continuación. La conclusión va por cuenta de cada lector, porque cada uno tiene su historia y a menudo son con final abierto.

Una hija que escribe por su padre
“Tenía cinco años cuando mi padre empezó a abusar de mí, y siguió haciéndolo hasta que tuve diez y empecé a resistirme. Aquello me cambió para siempre. Me llenó de angustia, de culpa y de vergüenza. Me odiaba, a mi cuerpo, a mí misma. Empecé a enfermarme con frecuencia y a juntarme exclusivamente con aquellas personas que me trataban mal. Así me enseñó mi padre el amor. Esperé toda la vida una disculpa suya, pero jamás llegó.”
Eve Ensler es la autora de Monólogos de la Vagina pero también escribió La Disculpa, que es una carta donde toma la voz de su padre y se pide las disculpas que le habría gustado escuchar.
“Odié a mi padre durante muchos años. Lo quería ver muerto, preso, hasta que en un momento me di cuenta de que ese odio solo me seguía conectando con él. La verdad es que yo no quería que se muriera, lo que quería era que cambiara, que me pidiera perdón, que sintiera lo que me había hecho”, dijo en una charla TED titulada El profundo poder de una disculpa.
“Entonces decidí escribir yo misma es disculpa honda y sentida. Me encerré en mi oficina durante cuatro meses, y me conecté con la figura de mi padre, y su voz me guió… El resultado es una carta que escribí para mí en nombre de mi padre, en la forma de una disculpa que nunca tuve por sus abusos. Escribirla fue uno de los procesos más profundos y dolorosos que atravesé en toda mi vida, pero algo cambió para siempre a raíz de él: siento que aquella historia se terminó. Porque yo viví toda mi vida a través de su versión de la historia, yo viví para probarle a mi padre que no era un fracaso, o una estúpida, o una mentirosa. Todo eso se terminó después de La Disculpa. Ahora vivo dentro de mi propia narrativa, y es alucinante. Recomiendo abiertamente este ejercicio a todas aquellas personas que hayan pasado por una situación similar”, cuenta en el podcast de Goop Getting the Apology You Need.
Ensler cuenta que no se vinculó con sus recuerdos traumáticos hasta que tuvo más o menos treinta años. Que recién ahora se da cuenta de que los había reprimido tanto y durante tanto tiempo que dejarlos salir no le resultó nada fácil. Pasó algunos años adormecida por el alcohol y las drogas. Somatizó mucho. Y un día recibió un diagnóstico de cáncer de útero grado IV: fue el llamado definitivo a lidiar con su cuerpo y todo lo que había pasado en él.
“Todos tenemos una herida. Todos conocemos nuestra herida. Lo cierto es que, cuanto más tiempo la ignores, niegues y reprimas, más te va enfermando, y enfermando a otros. Pero cuando te decidís a atravesar esa herida, a habitarla, puede ser muy, muy doloroso por un rato. Realmente doloroso. Pero después se acaba.”

Un hijo que le escribe a su padre
En 1919, el escritor checo Franz Kafka le dedicó una carta a su padre Hermann. Se la mandó a su madre para que ella se la entregara, pero su madre eligió devolvérsela a Franz. Se cree que el destinatario nunca leyó la carta. Acá copiamos algunos fragmentos.

Querido Padre:
Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte justamente por el miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. Y, aunque intente ahora contestarte por escrito, mi respuesta será, no obstante, muy incomprensible, porque también al escribir el miedo y sus consecuencias me inhiben.
Para ti el asunto fue siempre muy sencillo. Creías que era, más o menos, así: durante tu vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo por tus hijos, en especial por mí. A cambio de eso no pedías gratitud (tú sabes cómo agradecen los hijos), pero esperabas por lo menos un acercamiento, alguna señal de simpatía. Por el contrario, yo siempre me aparté de ti, metido en mi cuarto, con mis libros, jamás hablé francamente contigo…
Me reprochas mi frialdad, mi alejamiento, mi ingratitud. Me lo echas en cara como si fuese culpa mía, como si mediante un golpe de timón pudiera dar a todo esto un curso distinto; mientras tú no tienes la menor culpa, salvo tal vez haber sido excesivamente bueno conmigo. Pero también yo estoy exento de culpa. Si pudiera conseguir que reconocieras esto, entonces sería posible no digo una vida nueva -para eso somos los dos demasiados viejos- pero sí una especie de paz; no un cese, pero sí una atenuación de tus incesantes reproches.
[…]
Como padre fuiste demasiado fuerte para mí. Tu sola presencia me aplastaba. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos desvestíamos juntos en una casilla. Yo flaco, débil, enjuto; tú, fuerte, grande, ancho. Ya en la casilla me sentía miserable, y no sólo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque tú eras para mí la medida de todas las cosas.
Hubo también, por suerte, momentos de excepción, en particular cuando sufrías en silencio y el amor y la bondad vencían con su intensidad los obstáculos. Sucedía raras veces, pero era maravilloso. Así, por ejemplo, cuando te veía en los ardientes días del verano, dormitando al mediodía, después del almuerzo, cansado, el codo apoyado en el escritorio; o cuando mi madre estaba gravemente enferma y tú, estremecido por el llanto, te aferrabas a la biblioteca; o cuando estuve enfermo yo, la última vez, y viniste silenciosamente a verme y te paraste en el umbral, y estiraste el cuello y me saludaste sólo con la mano, por consideración. En tales momentos se echaba uno a llorar de felicidad, y hoy vuelvo a llorar mientras lo escribo.
Ni siquiera tu desconfianza en los demás es tan grande como mi desconfianza en mí mismo, en la que me has educado. Claro está que las cosas no se ajustan a la realidad como mis argumentos en esta carta, porque la vida es algo más que un rompecabezas, pero gracias a esta confesión -y que no puedo ni quiero extender hasta el detalle- acaso lograremos algo cercano a la verdad, algo que podrá tranquilizarnos un poco a los dos y hacernos más fáciles la vida, y la muerte.”

Un hijo que recuerda a su padre
Manuel Mugica tiene 40 años y es Administrador de Empresas. Su papá se murió en 2016, justo dos días antes del Día del Padre, por un cáncer que lo tuvo en jaque desde el 2001. Dice Manuel que verlo luchar contra la enfermedad fue uno de los mejores legados que le dejó su padre, siempre positivo, siempre enérgico, siempre agradecido. “Papá se entregó a ser ayudado, y eso fue muy lindo para nosotros como familia. Dentro de lo difícil de la situación, cuidarlo fue, paradójicamente, muy sanador”, dice Manuel.

¿Cómo recordás a tu viejo en una foto?
“Me acuerdo de una primavera, bien en sus comienzos, cuando empiezan a pegar los primeros calorcitos, yo tendría 8 años y mi viejo, alrededor de 45… A mi viejo se le ocurrió comprar un jeep Willys viejo para arreglarlo todo y quedarse con un lindo chiche. Pero había que ir a buscarlo a Lobos y traerlo hasta Buenos Aires. Mi viejo y yo compartíamos el gusto por los autos, así que fue medio natural que me invitara a ir con él hasta Lobos. Fuimos, solos, él y yo. Me acuerdo que, para mí, era casi como ir a Disney, de tan contento que estaba. El camino de vuelta fue en el jeep, a una velocidad máxima de 40 km/h. A los pocos kilómetros el motor empezó a hacer muchos ruidos y a largar humo por todos lados. Contaba mi viejo, porque yo obviamente no me acuerdo, que yo me desmayé en el jeep que echaba humo, por ahí de los nervios, de la tensión, de la aventura. Es una anécdota, entre tantas otras, ¿no? El jeep lo tuvimos muuuchos años, hasta que a papá se le ocurrió cambiarlo por otro que pudiera arreglar. Así era mi viejo: siempre tenía un sueño.”

(*) La Fundación Centro Psicoanalítico Argentino ofrece entrevistas gratuitas de atención vía telefónica o por videollamada en los teléfonos 48224690/ 48234941, de lunes a sábados de 9 a 19.