De padres y legados

“Ten confianza”*

“Fue en nuestro miniparaíso de Torrelodones que me contaste un sueño que habías tenido. ¿A que tampoco te acuerdas? Estabas en un campo muy oscuro, como de noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las piedras, pero el huracán te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El mago de Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi voz («yo no te veía, pero sabía que eras tú», precisaste) diciendo:

 «¡Ten confianza! ¡Ten confianza!» 

No sabes el regalo que me hiciste contándome esa rara pesadilla: ni en mil años que viva podría pagarte el orgullo de aquella tarde en que supe que mi voz podía darte ánimos. 

Pues bueno, todo lo que voy a decirte en las páginas siguientes no son más que repeticiones de ese único consejo una y otra vez: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún sabio aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo. En la inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía.”

(*) Por Fernando Savater, Ética para Amador.

Extraño al padre que nunca fuiste*

Es contra mi voluntad escribir sobre vos, pero por una vez quiero ser valiente y finalmente contarle al mundo que ya no estoy triste. Estoy furiosa.

El amor de mi padre era mi consuelo. Adoraba las matemáticas de niña simplemente porque a él le gustaban; él siempre fue mi profesor de matemáticas. Su pasión por el arte me llevó a aprender a dibujar. Cultivé mi amor por la música en nuestras sesiones de karaoke los fines de semana. 

También me gustaba la cocina porque él era chef, y cada noche lo ayudaba a cocinar mi cena favorita: curry. Durante mi infancia, mi padre solía ser mi aliado. Si se me ocurría que quería un par de zapatos tarde a la noche, salíamos y los comprábamos en algún shopping. Si me daba ganas de un muffin de chocolate, él se aseguraba de que mamá me consiguiera uno, a pesar de que ella insistiera en que no había tiendas cercanas. 

Mi infancia fue divertida; siempre fui una niña llena de amor y cuidado.

Mis padres se separaron porque mi papá es un tramposo. Hizo cosas tan horribles que ninguna esposa podría soportar. Pero mi mamá se mantuvo cuerda, manejando nuestra situación con tanta fortaleza que ni siquiera sentí el dolor de su separación. Me dije a mí misma: “Es lo que es, y no me afecta”. Pero la ironía es que, en aquel entonces, como niña, y ahora, mientras crezco, me empiezan a caer todas las fichas.

A medida que fui creciendo, comencé a sentir un malestar dentro de mí, como si algo estuviera muy mal. Me empezó a ir pésimo en los estudios, perdí totalmente el interés por las matemáticas y el dibujo, y empecé a sentir que no encontraba mi lugar en esta vida. Todo era muy confuso, y yo era apenas una niña.

¿Sos estúpida? “¡Vos y tu mamá deberían aprender a perdonar y olvidar, y dejar de llorar por el pasado!” Fueron exactamente estas palabras las que me enviaste por mensaje de texto.

Y fueron el catalizador de mi despertar, la luz de verdad que durante mucho tiempo había buscado. 

Resiento a mi padre. Una vez me pregunté cómo terminé así, pero la respuesta que buscaba eras vos. Vos destrozaste mi idea de las relaciones, pulverizaste mi confianza en mí misma, alimentaste en mí el anhelo de aislarme, el odio hacia mí misma, extinguiste mi pasión y, lo más importante, permitiste que creciera sin amor. Y, de todas esas cosas que he mencionado, la parte más dolorosa es que siempre cargaré con este dolor y sus consecuencias sola, mientras vos creés que yo debería haberlo superado.

Llegué a la conclusión de que nunca fuiste un padre amoroso, nunca amaste de verdad a nuestra familia. Irónicamente, eso es exactamente lo que extraño de vos.

(*) Carta firmada por alliyah y publicada en Medium en mayo de 2024.

DOS RAZONES POR LAS CUALES LAS PERSONAS TERMINAN SIENDO MALOS PADRES 

Dada la importancia que tiene ser correctamente amado por los padres para poder tener una vida adulta emocionalmente sana, uno podría preguntarse con cierta urgencia por qué, en casos que van desde lamentables hasta verdaderamente trágicos, el proceso puede salir tan mal. ¿Por qué algunos padres, que en otras áreas podrían ser personas decentes y consideradas, fracasan tan gravemente en poder amar a las pequeñas personas que han traído al mundo? 

Entre las muchas posibilidades, destacan dos en particular. 

1. La primera se deriva de una de las características más obvias e inevitables de la infancia temprana: un bebé llega a la tierra en un estado completamente y casi sorprendentemente vulnerable. No puede mover su propia cabeza, depende totalmente de otros, no tiene comprensión de ninguno de sus órganos, está en una penumbra de caos y misterio, no puede regularse a sí mismo ni a ninguna de sus funciones. 

En tales circunstancias de indefensión, debe mirar hacia arriba a los demás y suplicarles por su misericordia: debe pedirles que le traigan alimento, que acaricien su cabeza, que laven sus extremidades, que lo reconforten después de comer, que den sentido a su furia y tristeza. 

Esta indefensión primordial tarda mucho tiempo en disiparse. Incluso después de dos o tres largos años, la descendencia sigue siendo completamente débil, confundida, incompetente y frágil. 

Sus dedos no son más gruesos que ramas, podría ser matado por un perro de la familia, su mente está llena de una multitud de ideas deslumbrantemente peculiares, irreales y sentimentales: piensa que los osos de peluche están vivos, tiene conversaciones con las plantas, espera la llegada de Papá Noel por la chimenea, quiere estar en círculos tomados de las manos con otras personas diminutas y cantar canciones sobre hadas y mamás y papás, y luego dibujar imágenes de flores gigantes y mariposas amigables antes de quedarse dormido chupándose el dedo pulgar y acunando su mantita.

Para la mayoría de las personas, todo esto es extremadamente dulce. Pero para cuidar de una persona muy pequeña, un adulto se ve obligado a emprender un tipo muy particular de maniobra emocional, una que sucede tan intuitiva y rápidamente en la mayoría de nosotros que ni siquiera notamos cómo se desarrolla: el timonazo! se nos exige acceder a nuestros propios recuerdos de nosotros mismos, a la edad en la que se encuentre nuestro niño joven y tierno, para que luego podamos brindarle con mayor precisión, el cuidado y la atención que necesita. 

Desde afuera, sólo se nos ve agachamos inevitablemente para jugar princesas con un niño, respondiendo a su llamada por una comida tica, abotonando pacientemente su campera para protegerlo del frío y ajustando su pequeño sombrero para salir a pasear. 

Pero para hacer tales movimientos, una parte de nosotros tiene que remontarse a nuestro pasado e imaginarnos en el papel de la persona pequeña que estamos cuidando, recurriendo a nuestros recuerdos muy personales, tocando fibras muy nuestras, para simpatizar con las penas, compartir las alegrías, mantenernos comprensivos con la torpeza y atender el llanto urgente. Aunque a veces el cuidado de los niños puede ser prácticamente agotador, la mayoría de los adultos no tienen problemas para conectar con la versión infantil de nosotros mismos. 

Pero esta capacidad está lejos de ser natural o espontánea: es una función de la salud y una consecuencia de un grado de privilegio emocional. 

Sin embargo, para un tipo de padre más desfavorecido, sin saberlo, la tarea de cuidar a través de la identificación es abrumadora y desafiante. 

En algún lugar de sí mismos, se ha construido un muro, muchas veces grueso y coronado con alambre de púas, entre sus seres adultos y niños. Algo en sus infancias fue tan difícil, que no – y no pueden – regresar ahí sólo con la mente. 

Quizás hubo un padre que murió, o que los tocó de manera inapropiada o que los dejó desamparados y humillados. Las cosas en sus infancias fueron incómodas en tal medida que toda su identidad adulta se ha basado en un rechazo total a volver a enfrentar la indefensión y vulnerabilidad de sus primeros años. 

Nunca, ni siquiera durante veinte minutos mientras la cena está en el horno, se pondrán en el suelo y recordarán al niño que una vez fueron para jugar con el niño que tienen delante.  

Este tipo de adulto puede haberse vuelto extremadamente competente en el mundo profesional, es probable que su manera de ser sea decidida y fuerte, sus opiniones robustas y sus caracteres inclinados hacia la ironía, el cinismo y un enfoque estoico (o simplemente fuerte) ante los problemas, propios y de los demás. 

Pueden decir que no tienen “ningún arrepentimiento” y que “no tiene caso llorar”. Tienen -en teoría- nada en contra de cuidar a un niño, quieren ser padres y puede que hayan luchado mucho para serlo en primer lugar, simplemente que no se dan cuenta de que no pueden ser buenos padres a menos que y hasta que hayan llegado a un acuerdo con la versión infantil de sí mismos. Mientras su propia vulnerabilidad les horrorice, estarán -secretamente e inconscientemente- opuestos y no afectados por la vulnerabilidad de su propio hijo. 

No podrán tener paciencia con la torpeza del niño, no tendrán interés en jugar con peluches, les parecerá patético lo lloroso que se ha vuelto su hijo porque se arrugó un trébol de cuatro hojas o un libro favorito tiene una rasgadura. 

Pueden -a pesar de sí mismos- terminar diciendo “No seas tan tonto” o incluso “Deja de ser tan infantil” cuando el niño llora porque uno de los ojos del elefante de peluche está roto; pueden bañar al niño de forma muy brusca y negarse a leerle la historia antes de dormir que está pidiendo. 

2. La segunda característica que es común que aparezca en la crianza errática es: la envidia no resuelta. Por más peculiar que pueda sonar, un padre puede envidiar a su propio hijo por la posibilidad de que tenga una mejor infancia que la que ellos tuvieron – y se asegurarán inconscientemente de que no lo haga. 

Aunque aparentemente comprometidos con el cuidado del niño, el padre luchará contra un impulso de infligirle algunos de los mismos obstáculos que enfrentó: el mismo descuido, la misma escuela indiferente, la misma falta de ayuda con su desarrollo… Los detalles externos pueden haber cambiado, pero el impacto emocional será el mismo. 

Una nueva generación sufrirá de nuevo. 

Para ser buenos padres, no solo necesitamos acceder a nuestros recuerdos de nuestras propias infancias, también necesitamos ser capaces de llegar a un acuerdo con nuestras privaciones para no sentir envidia de aquellos que podrían tener la oportunidad de no sufrir experiencias similares a las nuestras. 

Pero un cierto tipo de padre traumatizado permanece identificado en su mente como un niño necesitado y decepcionado que encontraría insoportable que otro niño tenga más que lo que ellos tuvieron. Son como un hermano atormentado en un hogar desfavorecido que desahoga su dolor en alguien más indefenso, asegurándose -escrupulosamente- de que el otro niño esté tan triste y falto como ellos. 

No podemos evitar haber tenido las infancias que tuvimos. Pero si planeamos tener un hijo, tenemos una responsabilidad suprema de asegurarnos de tener una relación sana con nuestro pasado: poder acceder a ellos para encontrar reservas de ternura y empatía y poder no sentir envidia de aquellos que no tienen que participar en nuestros sufrimientos. 

Seremos verdaderamente adultos cuando estemos en posición de dar a nuestros hijos la infancia que merecíamos, no la infancia que tuvimos.

(*) Fuente: Escuela de Londres


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